dimarts, 13 de novembre del 2012

Antropología cultural II: Reacción y Positivismo en el s. XIX

La Revolución francesa, las guerras napoleónicas, la restauración política
decidida en el Congreso de Viena y la rápida expansión de las manufacturas
industriales y del comercio internacional no introdujeron ninguna modifi-
cación en los estudios socioculturales. Aunque las secuelas de la Revolución
francesa dieran ocasión al resurgimiento de algunas ideas que los filósofos
creían haber ridiculizado lo bastante coma para que no volvieran a apare-
cer en ningún discurso culto, la tendencia a la adopción de una perspectiva
científiconatural en el estudio de la historia y de las diferencias sociocultu-
rales no estaba en peligro de extinción. Los continuos avances en las cien-
cias físico-químicas aplicadas, vitales para la guerra, para la industria y
para el comercio, contribuyeron a asegurar a las ciencias sociales nacientes
el paso libre a través de los intervalos reaccionarios. Por otra parte, la bur-
guesía europea, que cada vez dominaba más la vida política en Europa, no
se dejó atemorizar por las fases radicales de la Revolución francesa hasta
el extremo de aceptar todas las consecuencias de un retorno a las doctrinas
teológicas de l'Ancien Régime. Ello no obstante es indudable que el temor
a las masas urbanas hizo que segmentos muy influyentes de la burguesía se
esforzaran por contener las interpretaciones materialistas de la historia.
Las guerras napoleónicas y sus consecuencias inmediatas retardaron,
pero no detuvieron, el movimiento hacia una ciencia del hombre. Durante
los primeros veinticinco años del siglo la balanza se inclinó contra la he-
rencia de los filósofos, pero en los veinticinco siguientes el cientifismo re-
hizo sus filas, recogió nuevas fuerzas y se preparó para las batallas decisi-
vas de la era de Darwin. El resurgimiento religioso, el conservadurismo
político y el nacionalismo romántico tendían a socavar los fundamentos
de las nacientes ciencias sociales, pero en compensación los adelantos de
la física, la química y la técnica aumentaron la importancia económica y el
prestigio del método científico.
En la perpetuación de la perspectiva científica la teoría del laíssez-taire
tuvo un papel importante. Fue al comenzar este período cuando Jeremy
Bentham, James Mili, David Ricardo y John McCullock elaboraron los prin-
cipios clásicos de los sistemas económicos naturales autorregulados. A las fuerzas anticientificas les resultaba cada vez más difícil contener los adelantos del conocimiento biológico y geológico dentro de los
limites de la escatología judeo-cristtana. La oposición religiosa a la ciencia del hombre sería fácilmente ven-
cida por las fuerzas combinadas de la biología de Darwin y la sociología
de Spencer.
Mas el que Spencer y Darwin triunfaran no nos exime de la necesidad
de señalar la especial naturaleza del desafío que llevaba aparejado la reac-
ción política y religiosa del período posnapoleónico. Cuando Edward Tylor,
Lewis Henry Morgan, John Lubbock .Y John McLennan llegan a elaborar una
versión específicamente antropológica de la ciencia del hombre, las coor-
denadas de referencia para entender rectamente sus argumentos presuponen
la existencia previa de las opiniones de reaccionarios tales como Louis de
Bonald, Joseph de Maistre, Richard watbety y W. Cooke Taylor. Estos an-
tecedentes resultan esenciales para entender el sentido especial que se aso-
cia a la distinción entre las teorías del «degeneracíonísmo». al empezar el
siglo XIX, y las del evolucionismo, más adelantado ese siglo. El «degene-
racionisrno» es la creencia de que todos los primitivos contemporáneos des-
cienden de pueblos que hablan llegado a la civilización antes del episodio
de Babel, y todas sus variadas versiones no son más que intentos de salvar
la credibilidad de la Biblia. En sentido estricto no se puede decir que el
degeneracíonismo fuera antievolucionista, puesto que no negaba en el domi-
nio cultural la transformación de tipos a la que en el dominio biológico la
ortodoxia se oponía con tanta vehemencia. Cuando, más adelantado el si-
glo XIX, los «evolucionistas» defendieron el evolucionismo, sus ideas, en sí
más bien inocuas, del paso de las formas simples a las complejas, adquirie-
ran su significación intelectual sólo en relación con la ideología judea-cris-
tiana dominante. En el contexto de aquel tiempo, afirmar la existencia de
un movimiento general desde el salvajismo a la civilización, equivalía a re-
conocer que la narración bíblica del origen de las instituciones se equivoca-
ba y que la historia se podía entender sin necesidad de recurrir a Dios como
agente histórico activo. Más que el evolucionismo en sí mismo ésta fue la
cuestión que dominó él siglo.

LA REACCION TEOLOGICA

La reacción política tras las guerras napoleónicas resultaba especialmente
favorable para el resurgimiento temporal de las interpretaciones teológicas
de la historia. Simultáneamente se produjeron una intensificación de los mo-
vimientos misioneros en el exterior y en Europa una revivificación del fun-
damentalismo y del pietismo. En Inglaterra, William Paley fundó el movi-
miento «Evidencias cristianas», que luchó agresivamente por la restauración
de la fe apoyándose en el «argumento del orden», según el cual las maravi-
llas de la naturaleza no pueden haber sido hechas más que por una inteli-
gencia creadora. Más tarde, hacia 1830, surgió el «Movimiento de Oxford»,
cuyo más famoso representante, John Henry Newman, propugnaba el re-
 torno del anglicanismo al catolicismo basándose en que «fuera de la Iglesia
católica todas las cosas tienden al ateísmo» (citado en H. E. BARNES, 1965,
II, p. 859). Una reafirmación comparable de la ortodoxia la representaba en
Francia Francois René de Chateaubriand, que sostenía que salvar el miste-
rio tenía más importancia que alcanzar la civilización.
Entre los más importantes portavoces del renacimiento teísta hubo al-
gunos que trataron de desacreditar toda la contribución científico-religiosa
de los cuatro siglos anteriores. Por ejemplo, Joseph de Maistre. el influyente
conde saboyano, atacó a la Ilustración hasta en las ideas de Locke que le
servían de base. Según él, el intento de descubrir el origen de las ideas cons-
tituía «una enorme ridiculez», y John Locke era el enemigo de toda autori-
dad moral. «Con su grosero sistema, Locke ha desencadenado el materia-
lismo» (citado en MAZLISH, 1955, p. 214).
El anticientifismo oscurantista de De Maistre trató de volver a dar al
conocimiento impartido por procesos no racionales ni cognoscibles la ím-
por-tanela que había tenido antes de Locke. La mano directriz de Dios actúa
en todas las cosas. «La verdad, cuyo nombre pronuncian los hombres tan
reverentemente, no es nada más, al menos para nosotros, que lo que parece
verdadero a la conciencia del mayor número de gentes» (ibidem, p. 77). La
ciencia, esa desvergonzada advenediza corruptora de la verdad, debe vol-
ver a quedar relegada al lugar que ocupaba durante la época medieval:
De Maistre insistía en que en el universo no había desorden, puesto que
todo ocurría según el plan de Dios. Mas Dios no era incapaz de obrar mi-
lagros y éstos se producían con la frecuencia bastante (y a conveniencia del
observador) -omo para que a efectos prácticos hubiera que suspender la
creencia en el modelo del relojero. La «más pérfida tentación» de la mente
humana es la de «creer en las leyes invariables de la naturaleza» (ibídem,
página 173). En el campo de los acontecimientos socioculturales los milagros
estaban a la orden del día. Incluso la Revolución francesa la explicaba De
Maistre como un milagro causado por el deseo de Dios de castigar y de
regenerar al hombre. «Por su caída, debida a su naturaleza malvada, el
hombre tiene que sufrir la guerra, el hambre, el terremoto; la Revolución
tiene el mismo carácter que esos otros castigos» (ibídem, p. 90). En sí misma,
la propia creencia en la caída original se oponía evidentemente a la doctri-
na del siglo XVIII de una secuencia evolucionista universal que iba desde el
salvajismo hasta la civilización. Para De Maistre no había error mayor que
el de postular esta secuencia: "Partimos siempre de la hipótesis banal de
que el hombre se ha elevado gradualmente desde la barbarie hasta el cono-
cimiento y la civilización. Este es el sueño favorito, el error capital de
nuestro siglo» (ibídem, p. 90). Con todo lo cual resultará claro que, aunque
De Maistre afirme que eel orden moral tiene, como el mundo físico, sus
propias leyes, que bien merecen ser objeto de las reflexiones del verdadero
filósofo_ (ibidem, p. 196), es evidente que la tendencia predominante de su
pensamiento se orienta a la supresión de la verdadera ciencia social.
El anticientifismo de los filósofos sociales contrarrevolucionarios no re-
sulta siempre tan patente como en el caso de De Maistre. En los escritos de
Louis de Bonald, otro monárquico correligionario de De Maistre, se hace
una aparente defensa de la importancia del razonamiento riguroso en mate-
rias socioculturales y de la necesidad de una ciencia de la sociedad. Pero
De Bonald no se priva de fantasmagorías animistas cada vez que la ciencia
amenaza con desalojar a algún prejuicio bíblico. Así, en su Sobre los prime-
ros objetos de los conocimientos morales (1826), De Bonald trata por exten-
so, y no sin cierta erudición, la cuestión de los orígenes del lenguaje, sólo
para concluir, con Martin Dobrizhoffer (véase p. 14), que «así para el hom-
bre resulta filosófica y moralmente imposible haber inventado el arte de
hablar o el arte de escribir.. (DE BONALD, 1926, p. 283). Y solamente Dios
puede haber inventado las palabras y la gramática tanto del lenguaje ha-
blado como igualmente del lenguaje escrito. De Maistre y De Bonald se
empeñaron en el esfuerzo de asociar el lenguaje de los pueblos con su ca-
rácter nacional y con su destino histórico inmutable. Su insistencia en la
maduración mística del lenguaje, las leyes y las costumbres de cada nación
bajo la guía de la Divina Providencia tuvo un eco en el nacionalismo ro-
mántico de Johann Gottlieb Fichte y de Georg W. F. Hegel. Tal vez el me-
jor modo de poner de manifiesto las raíces básicamente oscurantistas y an-
ticientíficas de todas esas doctrinas sea recordando aquí el reconocimiento
definitivo de los méritos políticos de De Bonald, expresado en su nombra-
miento en 1827 de censor estatal en el gobierno de Carlos X.
Lo que no se ha señalado adecuadamente es que el contraataque ideo-
lógico extremista que representan De Maistre y De Bonald era ciertamente
antirracional y anticientífico, pero en 10 que se refería a la evolución cul-
tural no era antievolucionista. Precisamente por la insistencia que ponían
en la esencial exactitud de la narración bíblica del origen y de la transfor-
mación de las ínstítucíones. aquellas figuras reaccionarias defendían doc-
trinas culturales evolucionistas. A pesar de su oposición a la «hipótesis
banal» según la cual el hombre se había elevado por sí mismo desde la
barbarie hasta la civilización, De Bonald estaba perfectamente familiarizado
con las transformaciones evolutivas que se habían producido en el mundo
clásico, medieval y moderno. En cambio, el transformismo biológico, tal y
como lo exponía Jean Baptiste Lamarck, para De Bonald y para sus colegas
contrarrevolucionarios era «una hipótesis monstruosa»:
sino la de pensar que esas formas se originan y se mantienen o cambian
sin el propósito consciente y sin la intervención de los miembros del pan-
teón [udeo-cristiano. Como en el siglo precedente, los predicadores de esta
herejía eran principalmente idealistas culturales que iban desde los ateos
a los deístas y a los panteístas. Así, los enemigos inmediatos de De Bonald
y De Maistre no eran Marx y Engels, sino más bien todos aquellos que ha-
bían aceptado la creencia de la Ilustración de que la historia humana era
el producto natural y la encarnación de la vida espiritual e intelectual del
hombre.

ELCOMPROMISO POSITIVISTA

La teoría antropológica del siglo XIX iba a verse intensamente envuelta en
Iarefutación de estas posiciones teológicas. Lo que estaba en juego en la
afirmación de Whately de que el hombre no podfa haberse hecho a sí mis-
mo era nada menos que la posibilidad misma de una ciencia del hombre
(cf. CHILDE, 195Ib). La reaanimación de esa posibilidad tomó forma bajo la
tutela de diferentes postulados filosóficos y epistemológicos, muchos de los
cuales desde el punto de vista de la ciencia social moderna no representan
un gran avance respecto de las creencias bíblicas de Whately o De Maistre.
La mayor parte de las refutaciones presentan signos evidentes de compro-
miso con las instituciones político-religiosas dominantes. Estos elementos de
compromiso resultan particularmente claros y especialmente perniciosos en
el caso de los idealistas filosóficos y culturales, Claude Henri Saint-Simon,
Auguste Comte y Georg W. F. Hegel; otros, como John S. MilI. Adophe Qué-
telet y Thomas Buckle, se aproximaron con menos reservas a un modelo
fisicalista de la ciencia, y por último están las expresiones radicales de cien-
tifismo que representan las obras de Spencer y de Marx, de las que trata-
remos en otros capítulos.
Un ejemplo eminente de los complicados efectos de la reacción intelec-
tual frente a la Revolución francesa y las guerras napoleónicas se muestra
en las obras de Claude Henri Saint-Simon y del que durante algún tiempo
fue secretario y colaborador suyo, Auguste Comte. Su inspiración científica
era claramente prerrevolucionaria, pero su mayor preocupación parece ha-
ber sido la de evitar que se les relacionara con la subversión política. Para
probar que eran inofensivos incurrieron en excentricidades de conducta y
de pensamiento que aminoran considerablemente su talla cuando se les com-
para con sus predecesores de la Ilustración e incluso con sus contemporá-
neos o casi contemporáneos. Saint-Símon y Comte defendieron la creación
de una nueva eciencía del hombre» que había de tratar de losasuntos hu-
manos con aquella misma objetividad con que se habían alcanzado tan no-
tables éxitos en el campo inorgánico y orgánico. En la versión ~ Saint-Si-
mon esta nueva ciencia se presentaba como una rama de la fisíplogía y lle-
vaba el nombre de eñsíologra sociab (MAJlKHAN. 1952, p. xxI). Saint-Simon
abrigaba la esperanza de que con el tiempo se hallaría un principio unifica-
dor similar al de la gravedad y aplicable a todas las ciencias, Comte, por
su parte, pensaba en lo que en el primer volumen del Course de philosophie
positive llamó una disciplina que presuponía la existen-
cia de todas las ciencias orgánicas e inorgánicas, pero que no podía redu-
cirse a los términos ni a los principios de ninguna de ellas. En 1835, Adolphe
Quetelet empezó a usar la denominación de "física social", y Comte, que
concedía gran importancia a las palabras. se sintió obligado a dar otro nom-
bre a la nueva ciencia y la llamó «sociología» (COMTE, 1830-42, IV, p. 7n).
Esta innovación no se produjo hasta el volumen cuarto del Cours de philo-
sophie positive (ibidem, p. 252n). Estas sutilezas terminológicas habían de
ganar para él la reputación de ser el «fundador de la sociología», distinción
que, si no puede concederse con más justicia a algunos de sus predecesores
más originales, sin duda la merece más Quételet con su estudio cuantificado
de las instituciones europeas, sobre el que vamos a hablar enseguida.
Saint-Simon llamó a su perspectiva «positiva» para distinguirla de las
modalidades de pensamiento crítico y no constructivo que él atribuía a los
filósofos (cf. MARCUSE, 1960, p. 327). El «positivismo. de Saint.Símon re-
presenta la fase del desarrollo intelectual humano que sigue a los períodos
anteriores politeísta y teísta. En la elaboración que Comte hizo del progre-
ma de Saínt-Símon, el positivismo se define como el esfuerzo por descubrir
las «relaciones invariables entre los fenómenos». esfuerzo en sí distinto del
que se hace por buscar las causas (COMTE, 183().42, 1, p. 14). El principal
defecto de los estadios anteriores de la evolución intelectual, el teólogo y
el metafísico, había sido su preocupación por las causas no cognoscibles.
Comte estaba convencido de haber sido el primero en indicar la existencia
de esa secuencia intelectual, que para él era universalmente válida y cons-
tituía la más importante de todas las leyes sociológicas:
Yo creo que he descubierto una gran ley fundamental. Esta ley es que cada una de
nuestras concepciones principales. cada rama de nuestro conocimiento, pasa a través
de tres estadios teóricos diferentes: el estadio teológico o ficticio, el meta!fsico o abs-
tracto y el científico o positivo
[ibidem].
Anticipándose a Herbert Spencer, Emile Durkhelrn, A. R. Radcliffe-Brown
y a toda la moderna escuela funcionalista británica, Comte consideraba que
existía una justificación pragmática suficiente para dividir el estudio de los
fenómenos socioculturales en dos aspectos: el estático y el dinámico. La
aproximación a los fenómenos en su aspecto estático conduce a «la inves-
tigación de las leyes de acción y reacción de las diferentes partes del sis-
tema social, dejando a un lado en este caso el movimiento fundamental que
va modificándolas constante y gradualmente» (COMTE, 1830-42, IV, p. 324).
El interés de la dinámica social, por otro lado, se centra en concebir cada
uno de losestadios sociales consecutivos como el resultado necesario del precedente y el indis-
pensable motor del siguiente, de acuerdo con el axioma de Leibniz de que «el presente
está preñado de futuros. Desde este punto de vista, el objeto de la ciencia es descubrir
las leyes que rigen esta continuidad y cuya composición determina el curso del des-
arrollo humano
[ibidem, pp. 365-66].
Aquí habría que subrayar que, a diferencia de muchos funcionalistas
del siglo xx, Cornte no podía concebir que se adoptara una perspectiva fun-
cionalista a expensas de una dinámica. Antes, al contrario, la estática social
sólo le interesaba en la medida en que revelaba las estructuras con las que
estaba enredado el proceso evolutivo.
La división básica en estática y dinámica se incorporó a la misión moral
del positivismo, transmutándose místicamente en la más excelsa consigna
de la nueva religión secular: Orden y Progreso. Este lema, con su implica-
ción de una organización social que funciona suavemente y con la misma
suavidad va gradualmente sufriendo transformaciones beneficiosas, se atra-
jo muy pronto las simpatías de la burguesía francesa y no francesa. La
adopción del lema como leyenda de la bandera del lejano Brasil da testi-
monio de la vigorosa atracción que las ideas de Comte ejercían sobre los
políticos y los intelectuales liberales que creían que los cambios fundamen-
tales no eran incompatibles con la estabilidad.
Para elaborar su descripción de la estática social. Comte se valió de una
analogía organísmíca, base de la mayoría de las perspectivas funcionales
anteriores a él, como igualmente de las posteriores. En este contexto fue
en el que introdujo los términos «anatomía social», «organismo social»
y «organización social», insistiendo en la necesidad de subrayar la concate-
nación de influencias dentro del sistema social.
Comte no intentó nunca el análisis detallado de ningún
sistema social concreto. En su lugar aceptó la desdichada ocurrencia de
Condorcet, «el artificio de suponer una nación única a la que podamos atrio
buir todas las modificaciones sociales consecutivas realmente atestiguadas
entre distintos pueblos» (ibidem, pp. 364-65). Esta desafortunada decisión
restó a su ley histórica todo valor sustantivo. Su resultado no fue sólo un
tratamiento superficial de la historia de la cultura occidental, sino algo
peor: la arbitraria exclusión de las sociedades no occidentales, justificada
por el hecho de que eran sociedades «no progresivas». Así, en la Philophie
positive, Comte manifestó su intención de aplicar su teoría de la historia
sólo a las «naciones más avanzadas. sin permitir que nuestra atención se
desvíe hacia otros centros de civilización independientes que, por la causa
que sea, se han detenido y han quedado en un estado imperfecto. (ibidem,
v, pp. 3-4). Para estudiar el pasado remoto basta con estudiar el de las so-
cíedades europeas, concretamente de las de Europa occidental. Comte criti-
caba a «aquellos que gustan de exhibir todas sus reservas de erudición y
mezclan con el estudio del pasado el de poblaciones tales como la de India
o de China. que en nada han contribuido al proceso de la evolución» (ibidem,
página 5). Esta actitud parece haber sido común entre los contemporáneos
de Comte.

De "El desarrollo de la teoría antropológica" de Marvin Harris